Nara es una pequeña ciudad cercana a Kyoto, a no más de 30 minutos en tren. Fue capital del Japón medieval y es uno de los principales destinos turísticos del país. Nara es un lugar muy especial. O quizás es que para nosotros lo fue y por eso mi recuerdo no puede ser objetivo.
Esa mañana cogimos lo imprescindible en una mochila y nos encaminamos a la estación de Kyoto. Hay quien me ha dicho que es dificilísimo moverse en Japón si no llevas a un guía al lado y/o no hablas japonés. Esa no es nuestra experiencia. Los días que nos desplazamos por nuestra cuenta no tuvimos ningún problema. Evidentemente es más fácil si hablas la lengua, pero los japoneses son tan rigurosos y organizados, y tan amables que no tienes más que preguntar y siempre hay alguien dispuesto a ayudarte si estás perdido.
Al caso, llegamos en tren a Nara a media mañana y nos dedicamos a visitar los lugares que teníamos previstos: los templos budistas Kofuku-ji (foto de archivo)



Los ciervos son una constante en Nara. Cuenta la tradición sintoísta que los dioses viajaban montados en ellos, por lo que se les considera mensajeros divinos y portadores de buena suerte.
Repartidos por el parque encuentras unos puestecillos donde comprar galletas para dar de comer a los ciervos. Si te decides, estás perdido! Te rodean y te mordisquean el cinturón o lo que pillen para que les des de comer… Son adorables! Te miran con aquellos ojillos y tú ya sólo puedes correr a comprar todas las galletas del mundo para tus nuevos amigos…



Una vez recorridos estos lugares, nos acercamos al ryokan que teníamos reservado. Su ubicación era inmejorable, en la misma calle que unía el parque de los ciervos con el templo Todai-ji, en pleno bullicio, y sin embargo una vez allí no escuchabas ni una voz, sólo el canto de las chicharras (a estas no había forma de evitarlas) y tu propia respiración. Fue como si se detuviera el tiempo…
En el Kankaso nos atendió una anciana muy sonriente que apenas conocía diez palabras en inglés, pero que se hacía entender a la perfección. Nos enseñó “nuestros aposentos”, nos sirvió una taza de té y nos preguntó a qué hora queríamos cenar (pronto, allí cenan muy pronto). Después, nos preparó un baño caliente. Es una costumbre japonesa muy extendida la de tomar un baño caliente por la noche. Y cuando digo caliente, quiero decir muuuy caliente. Se puede tomar en casa o en los baños públicos

y el propósito no es el de lavarse, cosa que debes hacer antes de entrar en la bañera/piscina, sino que está pensado para relajarse, eliminar toxinas, estimular la circulación… Para el occidental no acostumbrado, es necesario entrar poco a poco en la piscina, para que el cuerpo se vaya adaptando a la alta temperatura… Fatal para los hipotensos… yo tuve que salir enseguida y sentarme porque se me iba la cabeza. (sí, más de lo normal... que ya veo la risita de alguna)
Tras el baño, que la verdad es que nos sentó de fábula, nos vestimos de nuevo con el yukata y nos preparamos para recibir la cena más japonesa de todo el viaje. En un ryokan, la comida que te sirven suele ser el menú tradicional japonés, es decir, nada de desayunos o cenas “a la europea”. Y efectivamente, la cena fue una pasada. Disfrutamos de cada bocado, a excepción de un par de cosas que no conseguimos identificar y cuya textura nos pareció, sobre todo a mí, un poco desagradable. Contamos como ocho platos diferentes… Llegó un momento en que cuando veíamos aparecer a la señora con la bandeja, temblábamos! jajaja
En fin, que allí confirmé que sí, que me encanta la comida japonesa. Por fin me liberé de ese prejuicio.
Tras la cena, salimos a dar un paseo por el barrio. La señora nos había explicado antes del baño que en esos días se estaba celebrando el Nara To Kae, una fiesta en la que, durante unos diez días, al anochecer, se distribuyen por todo el parque (el mismo por el que campan los ciervos) unas 10.000 velas, y las encienden una a una, con el deseo de iluminar el camino (espiritualmente hablando, se entiende) a todo aquel que acuda al lugar. Espectacular es una palabra que se queda corta.


Esa noche a mí me costó dormir, pero no fue por la dureza de la cama, sino por la emoción, por todo lo vivido ese día.
A la mañana siguiente, volvimos a tener baño caliente y desayuno japonés. Estuvo genial, aunque se hace raro esto de desayunar caldo con verduras, arroz, pollo, fideos, pescado…

Teníamos por delante nuestro último día en Japón.